martes, agosto 01, 2006

Poiesis II

Este texto también data de comienzos de este siglo.

El hombre del neolítico estaba feliz. Acaba de recibir su nuevo amuleto de manos del sacerdote de la tribu. Había entregado una parte importante de su cosecha y comprometido buena parte de las dos cosechas futuras.

Pero valía la pena. Ahora sería respetado y admirado. Los días de descanso, se sentaría bajo un árbol a sacarle lustre y luego se pasearía luciéndolo orgulloso sobre su pecho, mientras observaba como todas las miradas se volvían hacia él, o al menos eso es lo que el imaginaría.

No importaba el sacrificio realizado, ni tampoco importaba que su familia no tuviera la holgura esperada en los próximos dos años. Ya no sería uno más de la tribu.

En cambio, nosotros nos hemos "civilizado" y no tenemos comportamientos tan irracionales como aquel hombre del neolítico. Ahora, racionalmente, juntamos hasta el último pesito para poder comprar un auto nuevo.

Racionalmente, correremos detrás del pago de las cuotas por los próximos años.

Racionalmente, los domingos lo lustraremos y lo dejaremos limpio y brillante, para poder salir a pasear con la familia mientras imaginamos que todos admiran nuestra nueva adquisición.

Ya no somos uno más del
barrio. Pero, afortunadamente, nadie pensaría en la similitud de ambos comportamientos.

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El hombre del neolítico disfrutaba del amor, aunque la ciencia no se detenga en esa cuestión. Al igual que nosotros podía sentir, o pensar, cosas como ésta:

Pequeña
rosa,
rosa pequeña,
a veces
diminuta y desnuda,
parece
que en una mano mía
cabes,
que así voy a cerrarte
y llevarte a mi boca,
pero
de pronto
mis pies tocan tus pies y mi boca tus labios,
has crecido,
suben tus hombros como dos colinas,
tus pechos se pasean por mi pecho,
mi brazo alcanza apenas a rodear la delgada
línea de luna nueva que tiene tu cintura:
en el amor como agua de mar te has desatado;
mido apenas los ojos más extensos del cielo
y me inclino a tu boca para besar la tierra.

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El hombre del neolítico sufría el amor, aunque la ciencia tampoco se detenga en esa cuestión. Al igual que nosotros podía sentir, o pensar, cosas como esta otra:

Hoy definitivamente partió el amor.
Hoy asistí a su entierro.
Lo acompañé hasta su última morada.
Fue una partida silenciosa,
no hubo más llanto que el mío.
No hubieron grandes ceremonias.
No hubieron discursos grandilocuentes,
sólo unas torpes y breves palabras mías,
pidiendo disculpas por no haberlo matado antes.
Acertada eutanasia la que acaba con el amor en el momento justo.
Hoy se fue el amor.
Hoy emprendió ese viaje sin regreso.
Quedará su recuerdo flotando en alguna parte.
Quedarán imágenes sueltas, deshilvanadas.
A lo lejos, parecerá perfecto,
grandioso,
único,
mágico.
Pero fue un simple y terreno amor.
Lleno, por supuesto, de palabras maravillosas.
Como las que visten siempre a todo amor.
De las que se sienten y se dicen,
pero que se dicen y pasan.
Hoy enterré al amor.
Y el mundo siguió girando.
Me detuve a esperar
que el planeta entero hiciera
un minuto de silencio.
Y nada.
Sólo yo lo he percibido.
Nada más ha cambiado.
Hoy enterré al amor.
Y, sin quererlo,
sin desearlo,
sin proponérmelo,
enterré un poco de mí con él.
Un poco no, mucho.

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Como decía Rodolfo Kusch, "el indio estaba con un pie en el suelo, y con el otro en lo sagrado. Nosotros, en cambio, somos rengos: estamos con un pie en el cemento y con el otro en el vacío".

Él tenía su tótem, nosotros nuestro título. Con eso se enfrenta al mundo, se adquiere prestigio.

Él tenía una ventaja: cuando el tótem le fallaba, tenía a
quién reclamarle. Él invocaría a sus dioses cuando el amor lo abandonaba. Haría un rito de purificación, una catarsis adecuada, y el mundo se regeneraría para volver a empezar.

Nosotros sentimos allí, como en tantas otras ocasiones, o más agudamente acaso, que una parte de nosotros está irremediablemente apoyada en el vacío.

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